28 de febrero de 2010

Ven, compañera.

Era una nueva mañana lúgubre, donde todavía la fina pero densa neblina se podía palpar en el ambiente. Alrededor de aquel viejo monasterio todo parecía carecer de sentido. Los terrenos escapaban de la vista como el ratón lo hace del gato, y los brotes psicodélicos de las rosas revoloteaban circularmente encima de mí. Era tiempo de reflexionar.

Pensé que la vida, se compone de los momentos que vives en ella. En una serie de sensaciones que te dan el color del mundo, de tu realidad, de tus sueños… es importante cuidar a la vida. No olvidar nunca que gracias a ella ríes, sueñas, amas… no olvidar que gracias a ella tienes un preciado don, el de vivir junto con los demás. Pero a veces, sin darme cuenta lo olvido…

Veces, en las que los ojos parecen ahogarse sin decir nada, como un gélido llanto esculpiendo con lánguidas lágrimas mi alma. Veces, en las que jugamos a ser los únicos dioses de un mundo sin tener nada que gobernar. En las que, como si de un pequeño fragmento se tratara, desaparecemos sin dejar notar nuestra presencia ante el gran texto. Veces, en las que pienso en un “yo” que sinceramente no me pertenece.

Y es que alguna vez, todos hemos jugado a ser fuertes, a esperar a que el mundo tiritase de miedo bajo nuestra intimidante mirada… sin embargo, todos sabemos que es pura banalidad, pura calumnia. Somos débiles. Perecemos ante cualquier problema. Quizás, porque estamos solos, sin nada, contigo, con nuestra soledad… ¿qué podemos esperar de seres que se amilanan tras escuchar su propio pensamiento? Nada. Eso sería todo, nada.

Una vez más, se me escapan los motivos para luchar frente a esta exigua realidad. Creo que muy a mi pesar dejaré esto a medio terminar. Ahora, lo que me apetece es perderme en mi soledad…